viernes, 14 de noviembre de 2008

Un Viaje mental por el Continente II

Cuando llegan estas fechas otoñales saco mi cabecita después de un desastroso verano, sofocante, estresante y depresivo. Mientras a la gente el sol y la calor los anima, a mi me llenan de pena, de amargura.
Nada comparable con el otoño y el invierno, donde disfruto con el chasquido de las hojas secas al pisar, donde mi abrigo sirve de parapeto para esa dulce brisa que recorre mis huesos. Y por el camino me acerco a esos lugares donde mi felicidad sería completa, donde me sentiría lleno de vida, pero a la vez me invade cierta tristeza o nostalgia mañanera al ver que sólo son quimeras y que por un tiempo seguiré sin disfrutar de aquellos parajes que serían la mano que hace falta para levantarme del todo.
No paro de pensar como sería estar sentado en un café de Copenhague tomando unas galletas de menta, de esas de la caja azul; o pasear bajo los tilos en aquellos bosques que guardan las orillas del Rin. Taladran mi cabeza como un dulce bombón de chocolate degustado en Salzburgo mirando las nevadas cumbres victoriosas. Ni que decir tiene que vuelan mis sueños más allá del Vístula, aferrando mis pasos a los del Transiberiano. Y de vuelta a Occidente, me adentro en los inverosímiles carriles de Lille queriendo tocar con mi mano las costas de Southampton, aunque sabiendo mis pocas dotes acuáticas, me sumerjo en las fantasías románticas de un Caronte que pone su sabiduría para complacer mis más fervientes anhelos. Allá me esperan largas jornadas brumosas, una intensa caminata junto a las amapolas que nos recuerdan antaño, por los parques boscosos, aquellos gigantes de ocre y carmín apagado, y una dulce viejecita con chal negro, gafas de considerables dimensiones, pelo plateado y... son las 5, una tetera volcánica, con pastas saladas y dulces nos aguarda en un victoriano salón, de cortas dimensiones, chimenea semitriangular, vasos de vidrio checo, y un cuadro de Jorge VI mirándonos como destellos de una infancia de los moradores de aquellos muros que nos cobijan.
Si desde Andalucía viajamos a Inglaterra, por ejemplo, y pensamos encontrarnos casas blancas, iglesias barrocas o personas contando chistes, me parece que lo mejor es quedarnos entre nuestras paredes encaladas. Pero cuando se pregunta si le ha gustado Inglatarra, todo el mundo responde lo mismo: no, es todo gris, mucha lluvia, y edificios de ladrillo rojo. ¿Es que acaso esperaban encontrarse a la Macarena? ¿Nadie se acuerda ya del Museo Británico, del encanto de los jardines-bosques en cualquier esquina, de los teatros innumerables, la enorme vida multicultural... todo eso por poner un ejemplo. Es tan pobre pensar que más allá de nuestras fronteras no es posible la vida, o nada como Andalucía, que me da intensa pesadumbre saber que la apuesta por la verdadera cultura es un bien escaso.